“La semilla del miedo esta en nosotros y, si no nos acostumbramos a abrazarla con plena conciencia, nos sentiremos muy incómodos cada vez que afloren el envejecimiento, la enfermedad, la muerte y la transitoriedad de las cosas que más queremos”
TCHIH NHAT HANH
El cáncer es, probablemente, el acontecimiento más importante de nuestra vida, de todo lo que nos ha pasado hasta ahora. Hemos ido viviendo, haciendo muchas cosas, sorteando con más o menos arte un sinfín de dificultades y logros, sin mucha conciencia del tiempo que iba transcurriendo. Como si tuviéramos tiempo de sobra. Tiempo incluso para aburrirnos. Con el cáncer, no. Si hay algo de lo que tomamos conciencia en un instante tras el diagnostico de un cáncer, es que el tiempo toca a su fin. Deja de ser eterno, si es que alguna vez nos lo había parecido. Es un aviso sin ninguna clase de disimulos.
El cáncer no tiene una única forma de aparecer. Es bastante común, afortunadamente, que se presente en una fase en la que los médicos proponen remedios más o menos eficaces que hasta incluso pueden llegar a curarlo. Pero esa situación no invalida la amenaza latente que ya se ha cernido sobre la persona que acaba de recibir un diagnostico de cáncer. Y lo que a todos se nos pone por delante, sin excepción, es sentir el final de nuestra propia vida. Constatar en carne propia la transitoriedad de un mundo al cual no somos ajenos, sino todo lo contrario. Un mundo en cambio continuo donde todo es efímero. Y nos acaba de tocar el turno a nosotros.
Es duro aceptar que acabamos de perder una parte muy importante de ese don que, probablemente hasta ahora, muchos considerábamos consustancial a nuestro ser: la salud. Es difícil aceptar que nuestros planes tienen que cambiar. Que nos vemos obligados a la fuerza a reconducir, al menos de forma temporal, nuestro objetivo vital. Es hora de cambiar, aunque pueda parecer duro, el gozo por el sufrimiento. Y el sufrimiento representa la pérdida de tiempo y de oportunidad. Es como envejecer repentinamente: de golpe se nos va una parte muy importante de la vida.
Pero el sufrimiento brinda también nuevas oportunidades. Se empieza a ver todo de otra forma y se perciben situaciones, detalles que parecían insignificantes, pero sobre todo empezamos a ver a las demás personas con una mirada más empática, con compasión. Vemos nítidamente el sufrimiento ajeno, el mismo que nos acaba de tocara nosotros. Y uno se pregunta: ¿dónde estaban esas personas antes? ¿Cómo ha podido pasarme todo esto desapercibido hasta ahora? Es como si de repente se te destaparan los ojos, la nariz, los oídos… y entraras en un mundo nuevo de percepciones.
Y simultáneamente en tu vida empiezan a cambiar cosas. Cambia el concepto de lo que parecía imprescindible hasta ahora porque lo más importante es uno mismo, es la propia vida, la amenaza de dejar de existir. Hay verbos que empiezan a dejar de conjugarse en nuestro vocabulario, nombres que dejan de existir. ¿Qué sentido tienen ahora las prisas, la presión por el rendimiento, las medallas? ¿Qué sentido tiene ahora poseer, dominar, aparentar, o la vanidad y el orgullo? Todos estos conceptos, estas palabras, son como capas que no nos dejan transpirar, que aprisionan y quitan libertad. Y a medida que van cayendo se empieza a vivir con plenitud. A vivir en el presente que es lo único real.